Por Alex Treviño
Cada proceso electoral resurge con fuerza una vieja estrategia: el llamado al “voto útil”. Políticos, analistas y ciudadanos afines a ciertas corrientes ideológicas repiten el mantra de que votar por una opción que no tiene posibilidades de ganar “es desperdiciar el voto”. Así, intentan persuadir a la ciudadanía de que solo hay dos caminos válidos: el de “ganar” o el de “no estorbar”.
Pero esta lógica es profundamente antidemocrática. Asume que la democracia es una carrera de caballos y no un ejercicio de representación. Reduce nuestras decisiones ciudadanas a un cálculo frío, cuando en realidad deberían estar guiadas por convicciones, propuestas y principios.
El mito del voto útil nos ha llevado, una y otra vez, a elegir el “mal menor” en lugar de exigir el bien mayor. Ha convertido a la ciudadanía en rehenes del miedo y la resignación, y ha favorecido que los mismos grupos de poder se reciclen elección tras elección, sin responder a las necesidades reales de la gente.
Además, esta narrativa borra del mapa a las nuevas voces, las propuestas frescas, las candidaturas ciudadanas. Les niega legitimidad antes siquiera de llegar a las urnas, como si el único criterio válido fuera la posibilidad de “ganar”, y no el derecho a ser escuchados y representados.
La utilidad de un voto no se mide por el resultado de una elección, sino por su capacidad de enviar un mensaje claro: esto es lo que creo, esto es lo que espero de mis representantes. Votar por convicción no es inútil. Lo inútil es seguir votando con miedo.
En esta elección, como en todas, el verdadero voto útil es el que se ejerce con libertad, con conciencia y con valentía. Porque solo una ciudadanía libre de chantajes podrá construir una democracia auténtica.