EFE
El juicio en Nueva York por narcotráfico contra el exsecretario de Seguridad Pública mexicano Genaro García Luna se asemeja más a una pintura negra de Goya que a una serie comercial de Netflix pensada para entretener a los telespectadores y con la que lo comparó el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador.
“Imagínense, para qué uno va a ver las series estas de Netflix, si la realidad las rebasa”, dijo el pasado 3 de febrero el mandatario mexicano, para quien los productos de esta plataforma “son fresas (de clase social alta o pijos)” en comparación con el juicio, que por momentos parece un proceso contra la clase política, policial y judicial y los medios de comunicación de México.
Los doce miembros del jurado que deberán decidir sobre la culpabilidad o la inocencia del exsecretario de Seguridad Pública entre 2006 y 2012 han escuchado durante 3 semanas 25 testimonios que se han movido desde los relatos fríos y nauseabundos de torturas y asesinatos, hasta detalladas y grises descripciones de propiedades o discusiones legales que han vertido un peso plomizo sobre los párpados de algunos miembros del jurado.
“EL GRANDE”
Sergio Villarreal Barragán, alias “el Grande”, lugarteniente del capo Arturo Beltrán Leyva, contó sin inmutarse cómo en una ocasión su jefe le voló la cabeza a dos mujeres con las que estaban hablando en el salón de una vivienda con una ráfaga de balas disparadas con un Kalashnikov solo porque se habían reído de la esposa de Arturo Beltrán.
“Me salpicó la sangré, tuve que mover un brazo” para evitar los disparos de la AK47, dijo el Grande a preguntas de la defensa, antes de intentar quitarle importancia a ese asesinato asegurando que aquello “no era trabajo”: “Arturo Beltrán se estaba divirtiendo hablando con las mujeres”.
El Grande, que se definió como “bueno para pelear”, dijo sobre los asesinatos de miembros de otros grupos criminales que “no era nada personal, eran supervivencia”.
“EL DIABLO”
El exfiscal del estado de Nayarit Édgar Veytia, alias “el Diablo”, reconoció que trabajaba a sueldo para el clan de los Beltrán Leyva y habló de las consecuencias de la guerra entre narcofacciones en Tepic, la capital de la región.
El Diablo mencionó la aparición de barriles de metal que los sicarios llenaban con las partes desmembradas de los enemigos abatidos y en los que , después, echaban granos de maíz. Los llamaban “pozole” dijo, como el caldo tradicional mexicano hecho a base de granos de maíz al que también se le agregan carnes y verduras entre otros ingredientes.
Veytia reconoció que sus métodos de tortura preferidos eran las descargas eléctricas con Taser y el submarino, asfixia con agua sobre un paño que cubre la boca, pero que no le gustaba dar puñetazos y patadas.
Por su parte, el narcocontable Israel Ávila reconoció haber participado “probablemente” en más de diez torturas y haber sido torturado. En el interrogatorio mostró su convencimiento de que los cárteles no podrían operar sin la ayuda del gobierno.
“EL CONEJO”
Otro de los testimonios más surrealistas de las tres semanas del juicio fue el del traficante colombiano residente en México Harold Mauricio Poveda Ortega, alias “el Conejo”.
El Conejo, que aseguró que “personalmente” no le hizo daño a nadie, sí que reconoció que pidió favores para que hicieran daño a gente y la mataran
“Personalmente nunca le hice daño a nadie, pero sí pedía favores para que lo hicieran”, dijo con el mismo desapego con el que explicó cómo en noviembre de 2010 fue torturado por agentes de la Policía Federal tras ser detenido: “Me pusieron una bolsa de plástico para ahogarme, me desnudaron, me echaron agua fría, me dieron descargas eléctricas hasta que ya no pude más”.
Una indiferencia que contrastó con la pasión con la que describió un gato persa “espectacular” que tenía, al que puso de nombre Perico, le costó 4.000 dólares y era “blanco como la coca”; pero, sobre todo, con las lágrimas que derramó cuando la Fiscalía le mostró imágenes de la mansión en la que vivía en México.
“Me hace daño”, dijo con la voz entrecortada ante las imágenes de su casa y de varios animales salvajes que mantenía en ella, como dos panteras, un tigre blanco, un león que llamaba Apolo y un hipopótamo.
Estos testimonios, que mantenían toda la atención de los miembros del tribunal, algunos pertrechados con libreta y bolígrafo, contrastaban con los de otros testigos que ofrecían detalles excesivos, redundantes o técnicos que obligaron a más de un testigo a luchar por no cerrar los ojos.
Cada sesión arrancaba a las 9:30 de la mañana y concluía a las 16:30, con un descanso de una hora para comer sobre el medio día y dos breves recesos de 15 minutos, por la mañana y por la tarde, que al jurado le permitía despejarse y que muchos periodistas aprovechaban para redactar sus notas.
El inventario y descripción de mansiones de narcotraficantes relatado por el narcocontable Ávila, que llegó a ser interrumpido por el juez Brian Cogan; la minuciosa descripción de cómo se preparaba un depósito de aceite en un vagón de tren para camuflar cocaína en su viaje de México a Nueva York, explicado por el narcotraficante Tirso Martínez Sánchez, o las direcciones y documentos de propiedad de almacenes incautados a los cárteles en Estados Unidos, fueron algunos ejemplos de los momentos más tediosos del proceso.
En ocasiones, fiscales y abogados hacían listados interminables de capos y facciones de los cárteles sobre las que preguntaban a los testigos o se detenían en cuestiones legales desconocidas por el jurado.
La semana que viene, los 12 miembros del tribunal deberán retirarse a deliberar para decidir si Genaro García Luna es inocente como defiende la defensa o si, como ha intentado demostrar la Fiscalía, es culpable de narcotráfico “más allá de la duda razonable”.
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