Víctor Beltri
Nadando entre tiburones
“La Universidad Nacional Autónoma de México goza de la confianza de la sociedad mexicana y ello es una de sus principales fortalezas”, expresó el rector hace unos días, en relación con el lamentable incidente de la ministra que –al parecer– obtuvo su título profesional de manera ilegal. “La verdad está en la esencia de la UNAM y constituye un valor fundamental de nuestro actuar y de nuestro quehacer”.
Una cuestión de valores. El comunicado es demoledor: la existencia de un plagio es evidente, y “la revisión académica de los contenidos de ambas tesis, sus fechas de publicación, así como los archivos físicos y digitales de la Universidad, hacen presumir que la tesis original fue la sustentada en 1986”. La ministra, por supuesto, tiene el derecho de tratar de explicar –de alguna manera– una situación del todo anómala: la universidad, por su parte, tiene la obligación de salvaguardar su reputación y la de su comunidad universitaria, incluso si al hacerlo enfurece al presidente en turno.
El poder es temporal por naturaleza, sin importar los millones de votos con los que se obtuvo ni la popularidad de la que se goce durante su ejercicio. Seis años, y se acabó: el Presidente perdió el piso cuando “dejó de pertenecerse a sí mismo”, y la razón –por completo– cuando se dio cuenta que sus errores podrían costarle la sucesión. Por eso el encono contra el INE; por eso, también, la demolición sistemática de las instituciones que estorban en su propósito.
Con la UNAM, sin embargo, no pudo. Hay instituciones que tienen una temporalidad distinta a la de un mero sexenio: la universidad cumplirá 470 años en unos cuantos días, y a lo largo de su historia ha visto pasar lo mismo virreinatos que revoluciones, periodos en los que su independencia le ha consolidado como la institución educativa más importante de América Latina. El prestigio de la universidad está primero que nada y no puede ser dilapidado por una sola de sus alumnas, por muy afín que sea al gobierno en funciones: “Por estas razones, en mi calidad de rector, no acepto que derivado de disputas ajenas se vulnere el prestigio y la honorabilidad de la universidad”, concluiría el texto histórico. El rector, sin duda, es un hombre de su tiempo.
Lo mismo debería ocurrir en la Corte. El Poder Judicial es independiente del Ejecutivo, por naturaleza, y su prestigio y honorabilidad no pueden estar sometidos al capricho de una sola persona, mucho menos si se trata del titular de otro de los Poderes de la Unión. La función de la Suprema Corte no es hacer política, ni mucho menos ponerse al servicio de quienes sólo procuran sus propios intereses: el penoso sometimiento del presidente anterior no debería ser la norma a seguir para un poder naturalmente autónomo.
Presidir la Suprema Corte de Justicia de la Nación es el mayor honor y reconocimiento al que cualquier abogado puede aspirar: concederle tal posición a quien obtuvo su título con trampas sería el mayor agravio posible a quienes ejercen el derecho con sentido del honor y compromiso con la justicia. En momentos como el que vivimos, la pasión urge a resolver pensando tan sólo en el corto plazo: en momentos como los que vendrán, muy pronto, las cosas se verán en blanco y negro y la Historia habrá de dictar su sentencia. Entonces se verá, de manera muy clara, la megalomanía del Presidente, que hoy se pasa por alto; entonces se verá, mejor que nunca, la responsabilidad de quienes lo han habilitado para cumplir con sus locuras. Entonces se verá, aunque ahora no lo acepten.
El día de hoy se elige al presidente de la Corte y, como nunca antes, cada voto estará sujeto al mayor escrutinio posible: quienes voten por una plagiaria estarán decidiendo asociarse a su historia; quienes elijan a una pasante como titular del Poder Judicial serán recordados como quienes agraviaron a su propio gremio. Voten en libertad, señores ministros, aunque el tiranuelo esté molesto; recuerden, por favor, que el tiempo y la Historia los están observando.
El tiempo y la Historia los están observando
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