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La muerte y las tragedias, paradójicamente, son parte de la vida. Vivimos viéndolas, escuchándolas, leyéndolas y encontrándolas en el hogar, con los amigos y conocidos. Podemos decir que siempre están presentes y ahora incluso más: 44 mil muertos por COVID, cuatro muertos por Hanna y nos faltan Adilene y su hija de diez años. Encontrar estas cifras y notas no me tomó más de unos minutos; lo que sí me tuvo un rato más pegada a la pantalla fue la cantidad de comentarios en las publicaciones y aún más que eso, el mensaje de estos.
Las redes sociales nos han vuelto Dios y si bien nos dan la posibilidad de tener la revolución en la mano, nos blindan a la hora de lanzar balas sin objetivo fijo; si cumplí con la cuarentena (gozando el privilegio de no tener que salir a trabajar) culpo a las personas que salieron por necesidad o por gusto de las muertes de miles de mexicanos. Si en cambio salí a Mazatlán como si no estuviéramos en plena pandemia, culpo al gobierno y a los doctores. Reparto culpas porque yo todo lo sé y hubiera podido evitarlo y dejo de lado la verdadera tragedia: una muerte. Porque, mi estimado lector, las cifras tienen personas llorándoles la partida.
Quizás por mis ideologías la nota que más me llenó de coraje fue la de Adilene y su pequeña hija de diez años; dos mujeres que radicaban en Lerdo y fueron víctimas de feminicidio el pasado fin de semana. La tragedia es el asesinato y el dolor de la madre y abuela que le llora a sus muertas. La culpa es de su asesino; un hombre que se creyó con el derecho de arrebatar dos vidas antes de tratar de acabar con la suya. Pero si usted entra a Facebook y lee la nota, se dará cuenta de que la madre perfecta sentada en la comodidad de su cuarto comentó que es culpa de Adilene por no fijarse en quien mete a su casa; o leerá los comentarios del ciudadano perfecto y empático afirmando que es culpa de los vecinos por no haber escuchado nada.
La necesidad de proyectarnos, de opinar y de mostrarnos como la voz de la razón, nos han vuelto insensibles. ¿Qué pasó? quizás fue la cotidianeidad de la violencia y el bombardeo del amarillismo y las notas rojas. Nos volvimos ajenos a cualquier dolor que no sea el propio y eso nos hizo creer que tenemos la verdad en la boca; aunque no existe verdad absoluta más que la muerte. Nos hemos vuelto tan insensibles como para hundir a quien ya tiene el agua abajo del labio en lugar de levantarlo un poco.
Como sociedad necesitamos la empatía suficiente para entender que no podemos traer de la muerte a una sola de las víctimas de COVID, de Hanna, de los feminicidios o de cualquier otra tragedia con nuestros “yo hubiera”, pero si podemos ayudar con el duelo y la recuperación a quien lo necesite.