Por Alejandro Treviño Gamboa
Cada vez que se acercan las elecciones, escuchamos lo mismo en las sobremesas, en las oficinas, en los medios y hasta en los pasillos del poder: “¿Por qué los jóvenes no participan en política?” Como si fuera un misterio sin resolver. Como si el problema fuera de ellos y no del sistema que los ha excluido durante años.
La respuesta cómoda es decir que no les importa. Que están distraídos. Que solo quieren estar en redes sociales. Pero eso, más que una respuesta, es una excusa. Y una muy peligrosa. Porque esa forma de pensar niega una verdad evidente: los jóvenes sí quieren participar. Lo que no quieren es participar en lo mismo de siempre.
No son apáticos. Son más bien escépticos. Y con razón. Han crecido viendo cómo la corrupción se normaliza, cómo las decisiones se toman a espaldas de la gente, cómo quienes deberían representar terminan desconectados de la realidad. Han visto cómo se habla mucho de “la juventud” pero rara vez se les escucha. ¿Cómo esperar entusiasmo por un sistema que tantas veces les ha fallado?
Y sin embargo, ahí están. Levantando la voz en redes, organizando brigadas, impulsando proyectos sociales, defendiendo causas en las que creen. Luchando contra el cambio climático, exigiendo justicia, cuestionando desigualdades. Están haciendo política, aunque no la de siempre. Están participando, aunque no en partidos tradicionales. Su rebeldía no es indiferencia, es una forma de resistir.
El problema no es la falta de interés. Es la falta de espacios reales. De representación auténtica. De congruencia. Porque muchos jóvenes no quieren tomarse una foto con un político; quieren ser los que tomen las decisiones. No quieren que se les invite a un evento solo para llenar sillas; quieren tener voz en la agenda pública.
Y esa confianza que hoy está rota no se recupera con discursos motivacionales, ni con influencers pagados diciendo lo que no creen. Se recupera con hechos, con coherencia, con espacios donde la juventud no sea tratada como adorno, sino como motor de transformación. Se recupera dándoles lugar, no solo voz.
Yo he tenido la fortuna de convivir con jóvenes universitarios, emprendedores, líderes sociales, empresarios y voluntarios. Y hay algo que todos ellos tienen en común: el deseo profundo de ver a Durango crecer. Tienen ideas frescas, energía incansable, una mirada crítica, pero también una esperanza terca y valiente. Están listos. Lo que necesitan es que les demos la oportunidad.
Durango no va a cambiar si seguimos viendo a los jóvenes como “el futuro”. Porque ya son el presente. Ya están aquí. Ya están haciendo cosas increíbles. Solo hay que voltearlos a ver. Solo hay que escucharlos. Solo hay que dejar de hablar de ellos y empezar a construir con ellos.
Este es el momento de abrir las puertas. De tender puentes. De dejar atrás los prejuicios, las estructuras viejas, las formas que ya no funcionan. Este es el momento de construir una política que se parezca más a la gente. Que se parezca más a ellos. Porque la juventud no es inexperiencia: es posibilidad, es valentía, es alegría, es esperanza. Y, sobre todo, es trabajo honesto y comprometido.
Ya no se trata de preguntarnos cuándo van a participar los jóvenes.
La verdadera pregunta es: ¿Estamos listos para dejar que una nueva generación tome las riendas?